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jueves, 14 de abril de 2011

El Cerebro

Por Lucas Parnes

Y ahí se acercaba de vuelta la pelota. Esta vez a ras del piso con una velocidad lenta pero convincente, de manera tal que era seguro que iba a llegar a su destino, el pie del muchacho desgarbado cuya remera de algodón blanca  pedía urgente la jubilación que le permitiría ser pijama un par de años más antes de ser tirada.

Este chico tenía una capacidad prácticamente inhumana, que incluso los mejores jugadores del mundo hubiesen envidiado si supieran de su existencia. Sus amigos lo llamaban el Cerebro.

Nadie en el mundo entendía tanto de la dinámica del fútbol como él. Y tampoco nadie amaba tanto a este deporte. Su sueño, como el de todo niño, había sido ser futbolista profesional, pero hace ya varios años había dejado esa idea de lado. Entonces, se conformaba con jugar tranquilo con sus amigos.

Cada vez que iba a recibir una pelota, en el preciso momento en el que el pase de un compañero partía hacia su posición, el Cerebro armaba en su mente la jugada perfecta para la ocasión. Con una claridad, una justeza, siempre tan simple que si alguien pudiera meterse dentro de su cabeza entendería porque siempre parecía todo tan fácil desde ahí adentro.

Y así disfrutaba partido tras partido el Cerebro, imaginando las jugadas más hermosas de la historia con el como protagonista. Segundos antes de hacer contacto con el balón se embriagaba de fútbol mientras todo encajaba a la perfección. Tocando de primera con el empeine externo para ese compañero que se abría por la izquierda y corriendo a buscar la devolución, que en caso de llegar por aire dominaría con el pecho al tiempo que giraba el resto de su cuerpo de cara al arco que destrozaría con un zurdazo cruzado.

Que feliz se sentía cuando se visualizaba abriendo la piernas para dejar correr la pelota que atravesaba todo el campo, libre, inmaculada y certera hasta otro de sus compañeros. Esta vez se acercaría para recibir corto, pisarla con elegancia para  que siga de largo aquel ridículo rival que salía desesperado a marcarlo y ubicarla con la derecha en el ángulo del segundo palo que el arquero había dejado completamente descuidado admirando la magia que desplegaba el Cerebro.

Como amaba el fútbol este chico, cuanto le gustaba pasarse la vida en una canchita con las impecables jugadas que creaba su prodigiosa cabeza solo comparable con la pluma del mejor de los escritores o los dedos del más talentoso guitarrista. Tan radiante se lo veía mientras rodaba la pelota que ni siquiera el hecho de no poder concretar nunca ninguna de las jugadas que imaginaba le amargaba el momento.

Porque así era, el tenía un don, pero también debían soportar una terrible maldición. Simplemente era malo jugando al fútbol. Podía tener en su mente todos los movimientos pero jamás lograba imitarlos con el resto de su cuerpo, cualquiera hubiese sucumbido ante esta horrible situación, pero no el Cerebro.

Pese a que los balones le rebotaban como a un poste, que sus remates al arco apenas se levantaban del suelo, sus pases eran casi siempre interceptados por los contrario, incluso que a veces hasta se tropezaba y terminaba tirado cuando iba en busca de una pelota. Nada lo afectaba.

Este muchacho en lugar de odiar a su propio cuerpo por la incapacidad que le generaba, se limitaba a cerrar los ojos cada vez que erraba un gol, cada vez que trataba de amagar a un rival y la pelota se enredaba en sus pies como si tuviese los botines puestos al revés, el cerraba sus ojos y veía una definición preciosa, a los rivales tendidos en el suelo confundidos y a la tribuna desencajada exclamando su nombre mientras el, de rodillas, extendía sus brazos al cielo, agradeciendo a dios por haberle dado esa imaginación, tan poderosa que podía superar su propia realidad y hacerlo vivir todos sus sueños. En una mentira cierto, pero en la mentira mas hermosa de todas.
  

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